sábado, 24 de noviembre de 2007


CRÓNICA DE UN RECORRIDO ANUNCIADO


Por: Francisca Palma Arriagada.


Hoy Recorrido

406

14:43 y abordo la micro peladita. Hay asientos disponibles pero con la compañía de algún desconocido. La 406 empieza su recorrido expulsándonos de Cantagallo. Somos 21 personas en un comienzo, veamos cuántos seremos al final del recorrido.
Físicamente esta cabina con ruedas no es oruga, es la de formato corto, pero de las nuevas. Tres puertas y una característica imprescindible para poder escribir: una vibración prudente en el interior, que la hace más reconfortable que las amarillas enchuladas.
Estudiantes, trabajadores y señoras son parte de esto que recién comienza. A mi lado un hombre lee El Mercurio, el chofer recibe instrucciones por radio y dos trabajadores conversan de sus proyecciones para el verano.
Un camino lleno de concesionarias automotrices va escoltando nuestra ruta. Aún no se asoman las señoras cuiquísimas, esas que salen en los comerciales y que cuando las ves en el transporte público te preguntas dónde dejó su super auto propio. En el contexto no hay presencia de perfume alguno, al contrario, huele a gente, lo que no es malo. Por lo menos no huele a multitud de hora peak (usted que anda en micro sabe a lo que me refiero).
Algunos duermen. Tienen la facultad de calcular en cuanto tiempo despertar para no pasar de largo. Mucha gente baja: estamos en "estación terminal Escuela Militar. Se les recuerda a los señores pasajeros que deben descender del tren”, clásico libreto de los funcionarios de Metro que ajenos a nuestra realidad paralela, concluyen un recorrido; mientras nosotros en la superficie recién estamos empezando, nuestro terminal dista a muchos kilómetros de acá. La micro está casi vacía y a mis espaldas un hombre le pide a su compañero que lo deje dormir, que no le "meta más conversa". De todas formas, es él quien sigue la conversación y dice a su colega de asiento que "se raje con una cashantún"
En El Golf el primer heladero que logra subirse es interrogado con un “¿qué vale?”, con esto logra hacer tres ventas. Simultáneamente mi vecino trasero se adormeció y me respira en la nuca. Ojalá que no ronque. Llegamos a Los Leones, la gente no se inmuta y estas estatuas tampoco. No rugen sólo se asolean. En este punto nos encontramos con lo que vienen del sur, los de Puente Alto, La Florida, Macul y Ñuñoa que, arrastrados por otros recorridos, confluyen en este punto haciendo el primer taco del camino.
25 cuerpos en el bus, 29 después que lo abordan un grupo de compañeros de oficina, esos que a leguas son reconocidos como hombres buenos para el happy hour. Se ponen a charlar. No pasan ni dos minutos y le dan el asiento a una mujer, ¿que tierno, no?
Un mal olor de dudosa procedencia llega a mi olfato. No puedo reconocer de dónde viene, ha subido mucha gente de golpe. No entiendo porqué el chofer se ha bajado de la micro. Sólo veo que se acerca a un móvil de seguridad de la Municipalidad de Providencia. En ese mismo momento un indigente se baja y trata de arrancar; el chofer aún no ha vuelto a la máquina. Le tocan la bocina para decirle que ya se fue. No escucha. Se sube y pregunta ¿se fue ya? Lamentablemente ese hombre no fue sacado porque no pagó su pasaje, sino porque su apariencia lo hacía, digamos, diferente.
Llegamos a Plaza Italia, lo sentimos cuando empezamos a inclinarnos a la derecha en la curva. El hombre del caballo, el señor Balmaceda, nos indica que estamos entrando a la Alameda, las de las supuestas delicias que ahora cada domingo se viste de con una careta de "buena".
Seguimos en la ruta, gente común y gente de oficina. La Universidad Católica con su opaco color y el cerro Santa Lucía en donde se puede ver gente atracando nos indican que estamos en el centro. La casa color amarillo pastel con el hombre inclinado en el pórtico vigila atentamente lo que queda para llegar a La Moneda. En ese mismo momento la gente se sopea en los paraderos.
Se sube junto a una mujer obesa, un olor a flores, algo así como agua de colonia. Gracias, eso hace que disminuya el aroma a gente. Acercándose me pide permiso y como puede se sienta a mi lado. Cierra los ojos y empieza su sueño.
De aquí a la Estación Central no hay mucho afuera. Lo importante pasa adentro de la micro. Una pelirroja se besa con alguien frente a nosotros y a mi lado un par de desconocidos conversa. La micro es un lugar de encuentro, de historias mínimas que concluyen con un "permiso, me bajo. Chaito, que le vaya bien".
Frente a la Estación Central, Matuca
na se abre paso. Suben señoras en short y de lentes oscuros, con ese pelo pseudorubio. Primero el Centro Cultural Matucana 100, luego la Biblioteca de Santiago y el Hospital San Juan de Dios, en donde nací. Es raro volver al epicentro. Por lo menos de esta manera se puede, es imposible meterse a la matriz de la madre. Para volver al recorrido y salir de la abstracción, una brisa fresca que proviene de la Quinta Normal, me hace despertar.
"San Pablo con Matucana", tal como dice la cueca Adiós Santiago querido, se antepone a nosotros. Estamos en los barrios de Quinta Normal y se puede ver los años que tienen encima esas casas. A pesar de ello, algunos departamentos invaden el lugar. Hay algunas casas en demolición, serán parte del mismo destino.
Con mucho esfuerzo nuestro transporte logra doblar en una esquina. Considerando que esta es una micro chica, ¿cómo lo hacen esos troncales cuncuneados? ¿Qué hace esa máquina gigante del transporte urbano que con su círculo en el medio, logra hacer el efecto "tagadá" en los pies de los aburridos pasajeros?
Pronto, siendo 37 los pasajeros, se asoman las calles Radal con San Pablo, lugar trascendental en mi vida: cuna de mi padre y escenario del primer encuentro con mi madre. A esta altura del viaje siento que mi corporalidad se hac
e parte del asiento. No tanto por el calor, sino que por la complicidad de llevar una hora de proxémica comprometedora.
San Pablo con Neptuno, primera estación del Metro. Muchos bajan y muchos suben, de los 30 que estábamos, ahora somos el doble. Grandes aros, mechas chasconas y piercings recorren los fierros para afirmarse: es la transición de Lo Prado a Pudahuel. "Todos pagaron su pasaje menos usted", grita el chofer apuntando cerca de mi. Desconcertado un hombre replica "pero si ya pagué en el Metro", recibiendo un "tiene que marcar igual" como respuesta. El griterío hace que mi colega despierte y diga "esta mugre de Transantiago".
Pasando Gabriela Mistral, San Pablo se puebla de departamentos demasiado pequeños. Este murallón formado por los blocks nos escolta. Baja gente en cada esquina, un indicio de que queda poco. Vamos quedando nueve acalorados y veraniegos. Tras dos paraderos siguientes, los demás descargan su masa corporal y quedo sola. "¿A dónde va usted?"-dice el chofer en un tono choro. "No sé"- respondo- ¿a dónde llega? ¿A dónde vas pues? ¿A Vespucio? Bájate acá, es la última parada.
Así, ninguno de mis colegas iniciales llego a la meta conmigo. El olor a perro muerto de este lugar vacío me saluda. Cuando yo me bajo para terminar, otros lo hacen para continuar. ¿Cuánto hay más allá?, ¿Quién vive tan lejos acompañado del sonido de las turbinas de los aviones del aeropuerto? 16:18, todo terminó.

Bonus Track: Vuelvo a mi casa. Encuentro un paradero en medio de esa nada. Dos niños con mala facha en él. Tengo temor que me asalten, nadie podría ayudarme. En fin, me acerco igual. Sólo me miran y luego, a penas vieron una micro, corrieron como chitas chilensis para pegarle un sticker grande de la Teletón. ¡QUÉ PREJUICIOSA SOY!

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