domingo, 27 de julio de 2008

Club Hípico de Santiago: Por una cabeza





Por Nicolás Rojas Inostroza

Es viernes por la tarde y Santiago de Chile está cubierto de nubes. Lo que queda de las calles empedradas de Avenida Blanco Encalada parece ser una deslavada copia de alguna capital europea. Un gran portón de fierro forjado da la bienvenida al Club Hípico de Santiago. Cientos de automóviles están uniformemente estacionados frente a las tribunas principales, un letrero advierte: “EXCLUSIVO ACCIONISTAS”.

Un verde sendero conduce a la entrada principal del club, en las afueras de otro gran pórtico contrasta la destartalada mesita, sobre la cual una radio a pilas transmite “El chacotero sentimental”, con sonido monofónico. La señora Juana -que lleva treinta años en este lugar - vende confites y programas de las carreras: “trabajo bien y eso me da valor”, dice nerviosa. Un par de hombres le compran libros, la inversión asciende a $900 pesos, information is power. Para la comerciante, los caballos son “el vicio total”. Aunque cuando los jinetes le dan “una clave”, ella juega. Su nieto es uno de ellos, pero está hospitalizado, se cayó de un caballo hace un par de semanas.

La épica de la hípica

En la entrada de socios hay un par de guardias conversando, un hombre con chaqueta de gamuza los saluda con un gesto e ingresa al edificio. Los caballeros y refinadas señoras del país se dieron cita en este lugar desde 1870. Un imponente edificio de cristal y madera cobijó la vida social de la ciudad, hasta que 22 años más tarde un voraz incendio se encargara de destruirlo. Las tribunas se reconstruyeron y se encargó el nuevo recinto al arquitecto Josué Smith del Solar. Chile no sólo tiene la copia feliz del Edén. El Club Hípico de Santiago está hecho a imagen y semejanza del hipódromo francés de Longchamp.

Los años pasaron y el Barrio República pasó de ser la cuna de la aristocracia de principios de siglo a centro universitario post gobierno militar. El barrio del club se volvió conflictivo: mucha bohemia, cafés con piernas y boites. Un barrio lleno de historias, prostitución y hechos de sangre. Eso es parte del pasado: la mala locomoción, las sucursales de apuesta y las clausuras realizadas por la municipalidad han desolado el entorno del reducto hípico.

En la inglesa pérgola donde desfilan los caballos próximos a correr, hay una desmotivada mujer que los enfoca una antigua cámara.

De pronto aparece un hombre con rostro reconocible, viste una chaqueta cuadrillé y está acompañado de cinco caballeros. Es el diputado Alberto Cardemil y camina sonriente. Tras su breve irrupción, vuelve al edificio, al piso de los socios y accionistas. “¡Puros viejos pedófilos!”, se escucha a lo lejos.

“En el Hipódromo no he visto nunca un ministro, ni un político ni nada”, dice pensativo Jaime Reyes. Observa el desfile de los animales, al igual que hace casi cincuenta años. Su vida ha estado vinculada a los caballos: de niño vivía frente al hipódromo, después cuidó autos para ir a ver las carreras e incluso llegó a tener “unos caballitos”. El tiempo no pasa en vano y afirma enfático que “el vicioso es el mismo”, ya sea aquí o en el hipódromo.

Jaime es gordo y viste un polar blanco, tiene lentes y canosos bigotes. La mala y la buena suerte han estado presentes en sus campañas, dice antes de apuntar y mencionar a una decena de personajes que pasan y miran con extrañeza. A su lado hay un introvertido joven con pelo largo: “éste está en pañales recién”, dice riendo. “Yo soy hípico inteligente, no tonto… Tengo cualquier amigo que yo los he visto ganar 800 lucas y después en la carrera 12 andan pidiendo 10 lucas. Ya, vamos a ir a jugar ahora”, dice alejándose de prisa.

De puerta en puerta

Tratar de entrar al afrancesado edificio del club es imposible. “Tendría que venir en días de semana, hoy sólo socios y accionistas”, dice con tranquilidad el portero.

Su lugar de trabajo es una pequeña reja de fierro, que abre a los socios y sus invitados, lleva 18 años custodiando lo que mucho de los hípicos jamás conocerán. Dice que en el club no hay clasismo, sino que es un lugar donde cada persona tiene su lugar. El sector de los 400 metros ubicado más hacia el sur es ejemplo de ello: “ahí viene gente como los feriantes, tiene sus espacios para hacer asados y pic-nic, para pasarlo bien”.

En la entrada central está, hace 11 años, Julio Carreño quien tiene claro que en el club “más se pierde que se gana”. Viste de azul marino, a excepción de sus guantes de lana. El inspector Carreño conoce el ambiente, y sabe que la gente que datea recibe “sus monedas” por parte de los beneficiados en la tabla. Cuenta también que hace como 40 años, por un noble potrillo que justo en la raya se aflojó al llegar, un hípico se ahorcó en el edificio tras perderlo todo.

“Allá arriba” - apunta con el dedo hacia la torre - “esa gente sí que gana”. Un anciano vestido con terno lo saluda e ingresa con un botellón de vino mal envuelto. Seguramente acompañaría el brebaje con uno de los panes de “no es potito, es pernil” que venden a la entrada de la pista. Desde ahí se divisan alrededor de 15 edificios con “vista al parque” y a las 80 hectáreas de áreas verdes que rodean el club.

Se preparan

La carrera 10 de la jornada está en curso y Edén Luz Herrera está vestida con su delantal blanco. Partió vendiendo confites en el club a los once años y, treinta y nueve inviernos después, ya tiene su carrito. “Yo conozco un casero que tenía botillería, auto, carnicería. Y ahora no tiene nada, todo, todo, todo lo perdió en las carreras”. Pero Edén no es tan negativa: “También conozco hartos amigos que dicen que gracias al Club Hípico se han comprado una casita, una camioneta”, cuenta sonriente. De los socios y accionistas no sabe mucho: “La gente del quinto piso no baja para acá abajo, si bajan, bajan poquito y después ya vuelven a subir”. Tras su sitio de trabajo están las tribunas, donde cientos de personas observan las carreras por las pantallas de plasma que cuelgan de las cornisas.

Una pareja observa el desfile de caballos en la pérgola, de fondo se escuchan unas trompetas que salen de la torre emulando alguna situación épica, no hípica.

En la memoria colectiva del club se mantiene la historia de un hombre que sacó una trifecta millonaria y la impresión vino acompañada de un infarto al corazón, que se encargó de matar al sorprendido hípico.

“En el club nos conocemos casi todos, en el hipódromo llega de todo”, exclama Georgina Villaseca. La aficionada mujer cuenta que un caballo puede costar entre doscientos mil pesos hasta veinte millones, dependiendo del stud.

La próxima carrera está por partir, un carro de de Nuts for Nuts tienta a los apostadores con olor a maní confitado recién tostado. El hall de apuestas está lleno de hombres que miran atónitos los televisores que proyectan imágenes de la carrera pasada, en los pilares centrales hay tres grandes estufas que concentran hípicos. Al avanzar está la cancha, un espacio abierto que culmina con una barrera: el lugar más próximo a la carrera. Un par de niños juegan con una pelota de goma, sobre el verde pasto, bajo el cielo gris.

Caballos de fierro

“Ya va a empezar ya”, dice una señora vestida entera de polar con el itinerario de la jornada en mano. Arriba, desde el calefaccionado quinto piso miran por un vidrio los socios y accionistas.

“Se preparan… Partieron”, dice un locutor con voz grave. “¡Dale hueón ooh!”, grita un hombre desde la muchedumbre. Son 1.200 metros de catarsis pura. “Tierra derecha”, irrumpe nuevamente la voz desde los parlantes, mientras se siente el ascendente galope. Clímax: comienza el chasqueo de dedos, los gritos, las manos se agitan de un lado a otro, las pupilas se dilatan. Los hípicos profesionales sacan sus binoculares. Momento preciso para cerrar los ojos y sentirse en alguna batalla del coliseo romano. La premisa es la misma: pan y circo.

El minuto transcurre fugazmente y los caballos llegan a la línea de meta. En las gradas cientos de programas son doblados, cientos de lápices Bic se guardan en las camisas, cientos de hípicos marchan a reconciliarse con la suerte.

Por los parlantes se escucha We are the champions en versión sinfónica. Del edificio bajan los sonrientes dueños del caballo ganador, tres millones de pesos es el premio. El jinete posa para las fotografías de rigor con la certeza de que el 10% será para él.

La tarde avanza, el frío también. En el pasto una pareja de adolescentes contemplan la cordillera abrazados, mientras un niño les dice: “Ya, el número que va a ganar es… calmao que perdí la cuenta”.

De pronto un grupo de tres carabineros se acerca a un hombre que observa la pérgola. “Ese es bueno”, le dice el cabo Medel señalando un potrillo. El hombre en cuestión es Luis “conejo” Martínez, el chileno que triunfó en Nueva York con sus carros de maní. Los uniformados lo escuchan con admiración.

- Conejo, ¿y usted no tiene caballos? – le pregunta el más joven.
- Esos son los míos –dice apuntando al carro de maní- algo traen todos los días.

El hall sigue repleto de hombres mirando por la pantalla los caballos que desfilan a un par de metros, hay un bullicio generalizado en el epicentro de las apuestas. Don Jaime, el hípico inteligente, está ahí y dice resignado: “no he dado con ni uno”.

“¡Te aburriste de mandarte cagás Torres!”, se oye desde las graderías. El noble potrillo marcado con el número 8 posa con sus dueños, los mismos que bajaron a recibir otro galardón hace un par de carreras.

“Papi, ¿los jinetes se cambian de polera?”, pregunta un niño mirando a los caballos. El frío comienza a calar los huesos, el invierno se hace presente y es exclusivo para los que no son accionistas.

“Algo que sea”, le dice un infante a su padre. Minutos antes de que el sonido de las trompetas dé inicio a una nueva catarsis, la diferencia entre ganadores y perdedores volverá a ser por una cabeza.

1 comentario:

David dijo...

Desde chico mis papas me han inculcado el amor por los caballos y por eso siempre me han gustado las carreras. Cuando tengo la oportunidad de ir al hipódromo de Palermo, no lo dudo y voy. Sino me quedo en casa viendo las carreras por tele. En Chile es un bonito plan, pedir comida las condes y luego ir a ver las carreras al hipódromo de la ciudad que es inmenso